Cuando se dieron cuenta de que la vida puede durar un par de horas se echaron a reír. Reír claro con cierta nostalgia, pues en ese mismo instante, el viento decidió que aquel último par de hojas otoñales se perdieran bajo la inmensa bóveda celeste.
Desde el otoño pasado, cada una en su sitio, habían visto pasar los días y con ello, creían haberlo visto todo. Creían además que su existencia había sido satisfactoria en ese lugar específico. Se habían relacionado con las hojas vecinas, y quizá se preguntaron momentáneamente ¿Quién será la hoja que apenas se divisa? Claro que, las que habitaban el otro extremo del gran árbol, no podían ser vistas, y ni por lo menos pensadas o imaginadas. Es difícil para muchos seres, preguntarse por lo que no existe, y prefieren permanecer en el límite definido de lo que creen que pueden contemplar con seguridad. La duda suele ocupar un efímero instante, como una pequeña llama que se enciende en medio de la oscuridad. Cuando esto sucede, hay un instante de magia en el cual puedes iniciar a ver que hay a tu alrededor, pero cuando se apaga, fácil es adaptarte a la realidad de la oscuridad. No hay descubrimiento en lo absoluto.
Pero aquella tarde estaba marcado el otoño. Y en esta época precisa del año, las hojas con solo el hecho de imaginarse viajando al ritmo del viento, era más que suficiente para esperar la tarde del primer y último vuelo. Fue entonces cuando sucedió. El viento inició a soplar pausado de sur a norte, levantando en el ambiente los aromas de aquella tierra bendita por el corazón del cielo y de la tierra. Con lentitud estética, los árboles iniciaron una danza desde sus copas alzadas. La tierra como en cada estación, llenó el ambiente con el coro del gran río, aves e insectos jugaban con sus voces mientras se bañaban.
El espacio celeste del cielo inició a oscurecer por las miles de hojas que emprendían el vuelo con la ayuda del gran vien, vien, vien, vien, vien, vien, vien, to, to, to, to, to, to, to. Y en todas direcciones se escuchaban car, car, car, car, car, car, car, cajadas. Reían las hojas, cuando subían, cuando bajaban. Reían y daban giros, reían mientras reían. Y se vestían de risas y de locura.
Y entonces se unieron aquellas dos. Habían sido vecinas muy cercanas del mismo árbol. Tiempo atrás, ya se habían intercambiado un par de miradas. Y no entendían aún por que. Alguna vez tuvieron un leve contacto por fuerzas físicas de la naturaleza. Pero hasta ese entonces no pasó nada más. Aquella tarde por el contrario, el viento se las llevó con dirección norte. Y mientras revoloteaban se veían. Y mientras se veían se creaba una conexión y un pacto entre ambas. El viento decidió por fin dejarlas caer en un sitio lejano y perdido. Estando ahí decidieron disfrutar la estadía. Se emborracharon toda la noche con miel y perfumes. Se intercambiaron las almas en un instante. Y tiradas en el suelo jugaron a la guerra y al amor.
La llovizna humedeció la tierra, besó su vientre y bajó hasta descubrir secretos sonoros en el choque sutil. El espacio se lleno de naturaleza. Dos hojas pegadas de labios, dos hojas de las miles que existen, dos que se hicieron entre llovizna y tierra. Dos hojas que se preguntaron ¿Qué es la vida? Y la descubrieron precisamente en ese instante. Esto es la vida… Reir, reir, reir… Detenerse en este instante. Empinárselo hasta el fondo.
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